Tanto
tiempo ha pasado que ya los recuerdos de los recuerdos han
desaparecido.
Recuerdo
vuestras caras, pero no vuestra presencia.
Recuerdo
que me fascinaba la risa de Yona. Se reía con todo su cuerpo. Esa
expresión corporal eran como ondas expansivas de una explosión que
se había producido en su interior. De verdad, no exagero, era
alucinante. La hacía reír sólo para ver el proceso una y otra vez.
Alcancé una especie de habilidad sensorial para escuchar esa risa
aunque estuviera en la otra punta de la casa. Su sonido me hacía
feliz. Nunca había sentido eso.
Amé
a esa niña de tres años como nunca había amado a nadie. Yo decía
para mis adentros, que era el sol que me faltaba en el cielo de esa
tierra siempre nublada.
No
me extraña que al llegar a Sevilla lo primero que me llamase la
atención fuera alguien que tuviese facilidad para reír. No era
similar el proceso, pero sí la frecuencia. Pese a que su risa no me
fascinaba, me reconfortaba, e incluso, fue haciéndose su propio
espacio. Durmiendo a su lado, no pensaba en todo lo que había
dejado atrás, en otro país. Me ayudó a centrar mi atención en el
presente que vivía. Me adaptaba a la que era mi ciudad natal, ya
ajena para mí. Una vez establecida y acostumbrada, nuestros caminos
se separaron. Por primera vez en mucho tiempo, la que se iba y
abandonaba la ciudad no era yo.
Dos
tipos de amores muy diferentes quedaron atrás en el 2.016.
Quería haceros un guiño, una especie de homenaje, por todo lo que
me hicisteis sentir.
Hoy
lleno mis días con mi risa. No está a la altura de la
vuestra, pero es propia y me hace feliz.